Homenaje al loro verde

Mario Rodriguez* aqui nos oferece o famoso conto de Jorge de Sena, “Homenagem ao papagaio verde”, que primorosamente verteu para o castelhano**

"Menino e papagaio" (2007), de Julio César Brigatto
“Menino e papagaio” (2007), de Julio César Brigatto

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“Lisboa, 1928”

Loro amarillo
de pico dorado
………………………
toma una cerveza
dame una gaseosa.

Canción popular

 

Era verde y viejo. Por lo menos, antiguo. Y ocupa en mi memoria −junto con una galería indistinta y confusa de gatos atigrados y “preparados” por el afilador en bicicleta (más tarde, ese primer misterio de mi infancia pasó a ser celebrado en la Escuela de Medicina Veterinaria, ahora con el refinamiento de la asepsia), y todos llamados “Mimosos” tan onomásticamente como los papas son Píos− el más arcaico lugar reservado a una personalidad animal. Digo personalidad, y lo digo bien, porque él la tenía, y porque fue verdaderamente −más allá de las sorpresas contradictorias de las “personas grandes”, tan caprichosas y volubles, tan imprevisibles, tan ilógicas, tan hipócritamente crueles− la revelación de un carácter. No tenía nombre: era el Loro, y me parecía, porque hablaba, un ser maravilloso. Después, y la llegada de ese otro la recuerdo, mi padre trajo de las áfricas un loro gris. El loro por excelencia pasó a llamarse el Loro Verde, y vivía en una jaula colgada en uno de los balcones en que, por una cerca de madera, estaba dividido el balcón de la parte trasera de mi casa, por lo que una parte daba a la cocina y otra, al comedor. Una de las reivindicaciones políticas de mi infancia fue el cambio de una situación injusta que confinaba al Loro Verde al “balcón de la cocina”. En el del comedor, el que estaba más cerca de la calle, vivía el Loro Gris. Este, menos esplendoroso y menos corpulento, menos vanidoso también de sus colores sin brillo, murió después del Verde, ave grande, vistosa, desbordante de presunción y dignidad: y, a pesar de haber tenido mucho más que el Verde el don de la palabra (que usaba, no obstante, con menos humor involuntario), no lo recuerdo tan claramente como a la imagen del otro, a la cual la suya había venido a sobreponerse a manera de un negativo, una sombra, un doble empalidecido, en la imprecisión focal de la memoria que se desenfoca por él. Además, el Gris era un sujeto retraído y friolento, que se quedaba encogido refunfuñando su repertorio variado, sin manifestar ningún tipo de preferencia afectiva por nadie; apenas tenía de simpático el mirar nostálgico, melancólico, y la mansedumbre muy dócil del esclavo encadenado y resignado. El Verde, por el contrario, era exuberante, de amistades apasionadas y de odios retorcidos, sin continuidad ni obstinación. Miento: esas amistades y odios, no continuados ni firmes, hacían parte de su carácter expansivo y espectacular. Pero, con el pasar del tiempo, comenzaron a refinarse en una aversión colectiva, amarga y ruidosa, o concretizada en un picotazo de respeto, que traicioneramente, delante de un agitado revuelo verde, y de raíz, se apoderaba de un dedo, una canilla, una madeja de cabello. La contrapartida de este creciente pesimismo en relación al género humano (en el cual él incluía, con un desprecio que rayaba en lo absurdo, al Gris) fue una dedicada y vehemente amistad hacia mí. En el mundo hostil de los adultos que me cercaban con cuidados y confinamiento, el Loro Verde, al final, no solo me reveló lo que era el carácter: me enseñó también lo que es la amistad.

Que el Loro Verde era brasileño, como angoleño el Gris, fue de los primeros axiomas de biología que aprendí. Siempre era repetido, categórica y sacramentalmente, por mi padre o por mi madre, cuando, en cenas familiares, se discutían las gracias respectivas de los dos animales, y siempre había un tío mío para condenar, en nombre de los peligros de la psitacosis, la posesión de seres tan exóticos, portadores probables y espontáneos de una enfermedad extraña, mortalísima, que yo, niño a la espera del turno de la carne asada, imaginaba como la instalación crónica, en el organismo de los adultos, de aquella tendencia manifiesta a hablar sin sentido y sin propósito, cosa que los loros casi no hacían. Pero el caso es que, verdes y loros, solo en Brasil; loros y grises, solo en África, y aún hoy no sé si esto es verdad o mentira. Otro axioma era que los loros comían maíz, de lo que yo concluía (y creo que mi subconsciente aún guarda esa conclusión) que la ingesta de maíz era una señal infalible para distinguir a las personas de los loros.

En mis primeros recuerdos de infancia, el Loro Verde era un animal fabuloso que me recibía a gritos, mientras daba vueltas en la percha, alternando los pies, y me miraba desde lo alto con un ojo superciliar, y con el pico entreabierto. Cuando comencé a verlo, lo hacía muy poco, ya que él vivía en el “balcón de la cocina”, que me estaba prohibido debido a las llaves del agua, como la cocina me estaba prohibida debido a la lumbre. Cuando yo conseguía burlar la vigilancia, o sobornar el cordón sanitario, ambos permanecíamos en una contemplación embebida: yo, con las manos en los bolsillos del delantal de cuadritos azules y blancos (que era el uniforme de mi prisión), y él, en la jaula colgada en lo alto, entreabriendo las alas para un vuelo un tanto amenazador, con la cabeza de lado, y soltando una especie de gruñido que culminaba en un estremecimiento que lo erizaba todo. Que era brasileño y había sido traído de Brasil, yo lo sabía. Pero, antes de ser puesto en aquel balcón, donde parecía, en una casa triste y sombría, una mancha insólita, obscenamente gallardo, había viajado mucho. Había vivido a bordo de navíos, había olido largamente el mar, no la marea de la costa, sino los vientos en alta mar, llenos de fina espuma y de un ardor de aventuras. Algo de eso permanecería en él, y era una forma de balancearse en la percha sin levantar ninguna de las patas, sin alternarlas como el Gris hacía. Y también una bonhomíaastuta, egoísta, irónica, subyacente al ímpetu altivo de su cuello amarillo y de su penacho azul. Le había quedado, además de eso, un repertorio feroz, truculento, metafóricamente expresivo, que era el principal motivo del confinamiento discreto al balcón de la cocina. Él, poco a poco, iba olvidando aquellos horrores que mi madre no quería que yo oyera, y solo los recordaba a chorros, en sus horas de tedio más soñador, en que los decía entrepico, o en los momentos de furiosa irritación, en que, pareciendo un águila (pensaba yo) imponentísima, vomitaba improperios que escandalizaban a la vecindad y partían de risa a las criadas, lo que lo irritaba más. No fue, por tanto, en la escuela o en la calle que aprendí las nobles groserías esenciales para la vida, aunque me quedara, para aprender después, algún sentido de ellas. Por lo demás, este sentido yo lo iba aprendiendo intuitivamente en las discusiones domésticas a puerta cerrada, entre mi madre y mi padre, cuando él, del otro lado de la puerta, las bramaba y explicaba bien en frases aclaratorias.

Mi padre era un personaje mítico que yo casi solo veía a la hora de la cena, durante unos quince días, de tres en tres meses. Su llegada estaba precedida por un olor a encerados y a polvo sacudido, que se esparcía por toda la casa, en la cual los postigos se entornaban como para conservar, en estado de gracia y de panteón familiar, aquel ambiente de silencio y tinieblas premonitorias. Nunca se sabía con precisión el momento de su llegada. Él no escribía sino ocasionalmente, y mi madre, para calcular la demora del viaje, iba de vez en cuando, conmigo de la mano, a las puertas de la Compañía de Navegación para ver, en el tablero donde registraban el movimiento de los barcos, en cuál puerto de las áfricas el navío de mi padre había salido o había entrado. Cuando yo ya sabía leer, me mandaba a mí allá dentro y se quedaba medio oculta en la esquina de la calle, creo que para no mostrar a los empleados que la conocían que en realidad no sabía dónde andaba el marido. Telefonear, y no teníamos teléfono, no se le ocurría; presentarse con la cabeza erguida fuera donde fuera era contra sus principios. Y, muy probablemente, los empleados ni se acordarían de haber encontrado extraño que ella, aunque recibiera muchas cartas en aquel tiempo sin aviones, fuera a ver la ruta del navío. Yo, a quien tantos compartimentos de la casa estaban prohibidos, me quedaba durante y después de la limpieza, y hasta el día de la llegada, completamente acorralado, y sin nada que ensuciar o que me ensuciara. Y odiaba aquella expectativa, al mismo tiempo que esperaba con curiosidad lo que mi padre traería: cajas de vino de Madeira, racimos de bananos, variedad de frutas en cestas, a veces ídolos de los negros, que me eran dados para que jugara. Un día, comenzaba el movimiento en la escalera de la casa cuando el criado de mi padre, que tenía casaca blanca y era exclusivo del comandante, lideraba a varios hombres que subían sobrecargados, atascándose en la puerta, jadeantes y tambaleantes, los maletones enormes, las cajas, y las cestas, que quedaban en el corredor estorbando a todos. Al olor de los encerados y del solarine, se sobreponía entonces el de las frutas exóticas, el de la paja de los cajones, el del moho de los maletones; a pesar de ser siempre igual, yo quería abrir, tocar y ver todo. Nunca me dejaron abrir, tocar o ver nada; y me quedaba en la puerta, mirando el aumento de las pajas de las que emergían frutos y saltaban cucarachas, que corrían luego por el corredor, perseguidas por los gritos de mi madre y de las criadas, todas esgrimiendo atolondradamente escobas y dando con ellas golpes desatinados. En general, para mi placer, las cucarachas se escapaban. Después, había una expectativa medio nerviosa, con muchos “el papá está por llegar” y muchas miradas furtivas hacia la calle, para ver si él asomaba al voltear la esquina. Hasta que, con su andar balanceado, la estatura corpulenta aparecía atravesando la calle, sombrero de fieltro de ala doblada y ribeteada con seda, bastón con incrustaciones de plata, tabaco habano levantado en la boca.

Mi madre, sin dar desde la ventana un saludito previo, iba sin demora a abrir desde el rellano la puerta de la calle, jalando –y yo quería siempre jalar– la transmisión metálica y primitiva que levantaba el cerrojo. Y se quedaba firme, sujetándome la curiosidad indiferente con que yo quería subirme al pasamanos, y soltándome solo cuando mi padre ya venía en el último tramo de la escalera. Entonces, súbitamente intimidado, yo descendía dos o tres escalones: mi padre –“Entonces, ¿cómo está nuestro hombre?”– me rozaba en la frente con unos labios fríos y el bigote verdoso, abundante y retorcido en las puntas que él encrespaba, y se detenía al pie de mi madre, sin modo de abrazarla. Se quedaban así, uno delante del otro, mirándose, y yo levantaba los ojos por entre ellos, hasta que mi padre la agarraba por la cintura, el espacio entre ambos desaparecía, y mi madre dejaba reclinar su cabeza en el hombro de él. Se daban entonces un beso huidizo –“Mira al pequeño”, decía mi madre– y entraban al corredor, ambos muy abochornados, sin mirarse ni mirarme. Las criadas aparecían en la puerta de la cocina, en un sofoco de pechos excitados y de miradas risueñas, a los que mi padre lanzaba un altivo “hola”, y entrábamos a la sala, con el sofá y las poltronas bajas de bolitas que los “Mimosos” arrancaban una a una; yo me quedaba en medio de la casa, a veces en un pie, a veces en otro, con una voluntad inmensa de hacer “chichí”, y mi padre se sentaba en el borde del sofá, mientras mi madre se sentaba en el borde de una de las poltronas. Intercambiaban entonces algunas informaciones: quién en esta ocasión había aparecido en Luanda o en Lobito, recomendaciones acerca de los uniformes blancos, que tenían que ser todos lavados y planchados, enumeración de quién había ofrecido los cajones, las frutas, los racimos de bananos. Mi madre contaba, secuencialmente, sin explicaciones ni comentarios, los acontecimientos de la familia, las enfermedades que yo había tenido, se quejaba de cómo había estado, esta vez, tan mal del corazón. Él oía distraídamente, como en una visita formal, pero aún con el sombrero en la cabeza y con las manos en la curva del bastón. A veces, una de las manos se levantaba para alisar y retorcer una de las puntas del bigote. Mi madre, entonces, se levantaba, como si fuera a despedirlo, y le quitaba el sombrero de la cabeza, y el bastón de las manos. La calva de él, puntuda y lustrosa, brillaba. Él se levantaba también, venían hasta el corredor, y observaban ambos las cestas y los maletones. Nuevamente mi padre enumeraba los obsequios que había recibido, y aprovechaba para informar sobre cualquier pedido que le hubiera sido hecho por la parentela africana de mi madre, un pasaje gratuito de un puerto a otro, o de cómo habían ido a bordo para quitarle el almuerzo. Demoras en las conversaciones y en los gestos de ambos prolongaban un malestar que se transmitía. Mi padre, agarrando a mi madre, comenzaba a arrastrarla hacia el cuarto de ellos. Mi madre lo esquivaba, él le quitaba de las manos el sombrero y el bastón, que colgaba en el perchero, e iba para el cuarto a ponerse cómodo. Ella iba a la cocina extremadamente avergonzada, y cada vez lo estaba más porque él la llamaba desde adentro, con insistencia. Él llamaba, ella repetía por centésima vez en aquel día las instrucciones para la cena. Vendrían mis tíos, como siempre; y los cristales y los cubiertos, sacados ya del guarda vajilla y del aparador, se apiñaban en el mármol de esos dos muebles, en el comedor; esa era otra de las decisiones rituales que se tomaban de tres en tres meses. La voz de mi padre venía insistente, cada vez con más berridos. Cabizbaja, mi madre interrumpía las observaciones, e iba por el corredor en dirección al cuarto. En la puerta, mi padre, en calzas elásticas y en camisa, esperaba y tenía que empujarla para adentro. La llave rechinaba y hacía un chasquido en la cerradura. Las criadas intercambiaban miradas, me llevaban para el balcón, donde el Loro Verde, en su jaula, subía y bajaba afanosamente de la percha, agarrándose con el pico y alzando la pierna. Era impensable que él le diera el pie a alguien, a no ser a una punta de palo de escoba, que yo le ofrecía. Mirándome de lado, consentía en posar suavemente un pie trémulo en la punta del palo, mientras yo repetía: “Loro Real, ¿quién pasa?”, para que él se dignara a decir: “Es el Rey… Es el Rey…”, como si no supiera el resto. Y, de repente, se carcajeaba estruendosamente, se sacudía, y cantaba desaforadamente una de las canciones en boga. No bien las criadas venían, riendo, a acompañarlo, se callaba de inmediato, quieto y serio, y las miraba fijo con el pico entreabierto.

Fue a esa altura que nuestra amistad se estableció. Las lunas de miel de mis padres duraban pocos días, por lo menos con aquella atmósfera de puerta y ventana cerradas a pleno sol y de pasos leves de las criadas; durante la vigencia de aquellas, yo –olvidado, o tratado con mayor distancia, porque mi madre, cuando salía de allá dentro, andaba llorando por los rincones y no me llamaba mucho– era más libre, entretenidas las criadas en una escucha maliciosa o en el “far niente” de las tareas inacabadas. Pero duraban, en efecto, poco, y luego, casi sin transición, pasaban a la violencia del temporal deshecho, para lo que también la puerta se cerraba, a veces, de una sacudida y con disputas por la posesión de la llave, y allá dentro del cuarto había gritos de ambos, frases murmuradas rabiosamente, sollozos y ayes de mi madre, hasta que, de repente, la puerta se abría para que las criadas, que ya estaban dispuestas, socorrieran, con el agua de flor de naranja, a mi madre que, extendida en la cama, muy pálida, soltaba leves ayes con la mano en el corazón. Yo me escabullía de entre el tumulto, sin que nadie reparara en mí, y era en general mi madre, abriendo los ojos, quien me percibía, suspiraba sollozando más, y extendía hacia mí unas manos trémulas y dramáticas que solicitaban mi complicidad, mi alianza, y de las cuales yo retrocedía aturdido, con repugnancia.

Y era mi padre quien me empujaba hacia ellas, como una especie de plenipotenciario encargado de negociar la paz de una guerra cuyas causas yo no entendía, pero de la que me sentía, sin saberlo, el campesino que ve a los ejércitos enemigos devastarle el cultivo, una pequeña huerta, un pobre jardín. Además, por eso, la situación de plenipotenciario tenía, por la impotencia en juego y la pasividad en disputa, mucho más de rehén que de embajador. Nadie me preguntaba o me enseñaba a preguntar lo que quería o lo que pensaba; y ambos, como a los aliados, a los pacificadores y a las terceras fuerzas de la “Cruz Roja” y de las partes neutrales, a veces invocadas (cuando no arrastradas por los acontecimientos), me ignoraban al final. Y, tan rápido como era empujado hacia los brazos trémulos, era apartado de ellos y puesto de lado, afuera de la puerta, como la bandera blanca que, después de blandida y de surtir efecto, queda en el piso, entre los cadáveres, los casquillos, los desperdicios de las guerras modestas y limitadas.

Yo iba para el balcón a conversar con el Loro Verde, no para contarle desdichas que claramente no sospechaba, sino para comulgar con una idéntica soledad subyugada. Yo salía muy poco, la calle me estaba prohibida, mis primos venían a veces a jugar conmigo. Los juegos, sin embargo, constantemente interrumpidos por mi madre, a quien teníamos que pedir permiso para ir a buscar al “cuarto oscuro” la caja de los juguetes (el “cuarto oscuro” era, también, el misterioso reducto-alcoba de las criadas, cuya intimidad constituía otro misterio extraño), no tenían gracia ni entusiasmo, y degeneraban siempre en peleas sin  motivo, en que se oponían mis ansias de jugar todo al mismo tiempo y la absorción con que mis primos se dedicaban exclusivamente a algún instrumento para jugar, que ellos no tuvieran y los sedujera más. Cuando esas peleas estallaban, mi madre los expulsaba, y yo me quedaba días y días rumiando una autoritaria cólera insatisfecha, y esperando (con la idea fija y con una insistencia cuidadosa, para que mi madre después no se opusiera) que ellos regresaran. Fui, por añadidura, poco a poco, sin cálculo ni método, conquistando al Loro Verde, y, al mismo tiempo, el respeto ya legendario que él había impuesto a su alrededor. Sin soltar la percha, y mirando irónicamente para mi dedo, él me daba el pie; cantaba conmigo, aceptaba de mi mano algunas cosas, como un tallo de col, que él apreciaba. Fui descubriendo que, en realidad, él no apreciaba mucho esos tallos que, solícito, yo le metía en el pie. Más por delicadeza que por gusto, más para aprovechar la oportunidad de despedazar metódicamente un objeto (lo que la jaula con percha de hierro y la distancia a la que era puesto de cuanto pudiera ser roído no le permitían) es que él aceptaba esas dádivas. No se las comía; con picotazos certeros y tranquilos, que intercalaba con vistazos laterales hacia mí, partía todo en pedacitos que caían en la jaula o en el suelo. Terminada la ceremonia, bajaba de la percha, y continuaba, en el borde de la jaula, una segunda fase que consistía en escoger de los pedazos caídos aquellos que aún podían ser, sin mucho esfuerzo, reducidos a un tamaño menor. Contemplaba, entonces, con mirada seria y atenta, la extensión de la devastación que había hecho. Entonces, abriendo las alas y estirando el cuello, se sacudía con las plumas erizadas, buscaba en lo alto del penacho azul un piojito (para lo que levantaba, con la cabeza baja, un dedo cuya uña rascaba suavemente por entre las plumas), se sacudía de nuevo, subía a la percha, se acomodaba en ella, apoyaba la cabeza en los hombros y cerraba los ojos. Era la señal de que yo debía retirarme, de que mi visita había acabado. Con la punta de la escoba, luego de esperar que la respiración de él fuera pausada y profunda en el pecho verde, yo lo tocaba. Él aparentaba no darse cuenta; era necesario tocarle varias veces, pasarle el cabo de la escoba por debajo de las alas. Todo esto se repetía como una escena previamente ensayada entre nosotros. Mientras él fingía estar distraído e indiferente, retraído y distante, yo insistía con el cabo de la escoba; y él, súbitamente, salía disparado en un vuelo circular hasta el extremo de la cadena, se posaba de soslayo en el palo empinado, con las alas semiabiertas en una imitación de quien hace equilibrio, y cantaba, carcajeándose y dando chasquidos con la lengua.

Las criadas tenían rabia de aquel entendimiento que él no les había concedido nunca, tratándolas con una altivez señorial que hacía difícil lavarle la jaula puesta para eso en el suelo del balcón, o dejarle agua y comida en los recipientes colgados de cada lado de la percha. Y, rabiosas, le faltaban al respeto, tocándole la cola con la escoba, con el pretexto de barrer mejor un rincón, o lanzando, con una puntería falsamente errada, agua sobre él. Furioso, subía a lo alto del espaldar de la jaula, desde donde, sin dar muestras de perder la cabeza, les lanzaba ataques temibles; pero, a veces, realmente la perdía, y entonces, veloz, con el pie estirado en una cadena que arrastraba la jaula, agarraba una punta de sandalia que, a gritos, muy tembloroso, no soltaba de las patas y del pico. Una vez, la furia fue tal que solo a baldes de agua la soltó, y quedó semidesmayado, temblando de cansancio nervioso y de frío, gimiendo una retahíla triste y ronca, en que había, dispersas, algunas groserías oportunas. En esa ocasión, dejó que yo lo auxiliara, lo secara con un paño, le peinara las plumas tan indignamente encrespadas, tan ennegrecidas por el baño forzado. De ahí en adelante fue que nuestra leal camaradería se firmó, sin dudas ni reservas.

Cierta mañana, cuando me levanté, había en la cocina un movimiento inusual, gritos, una atmósfera de pánico. Probablemente, esa atmósfera me había despertado. Fui a ver. ¡El Loro Verde estaba suelto! Paseando de aquí para allá en el suelo, arrastrando una punta de la cadena, el Loro impedía que la puerta del balcón se abriera y volaba amenazador contra la grieta que intentaran abrir las criadas en los postigos. Yo quería salir, mi madre, que había acudido al tumulto, me sujetaba, el Loro daba berridos. Las criadas repetían que él había huido, ¡había huido! Yo pensaba que de haber huido, habría volado hacia los árboles del patio de abajo. Y las desmentí. Y, luchando con uñas y dientes contra todas, abrí los vidrios del balcón. Ahuyenté hacia el corredor a mi madre y a las criadas, que por la puerta entreabierta de la cocina iban a observar el terrible incidente de que yo saldría mortalmente herido (“sin un ojo”, gritaba mi madre en agonía); el Loro entró, moviendo en vaivén el cuerpopara avanzar, apenas abriendo los dedos en el suelo, a pasos largos, directamente hacia mí, que, contagiado un poco por el pánico de aquellas gallinas, había retrocedido. Y vino hasta mis pies e hizo contra mi zapato, con dulzura y ternura, aquel gesto de afilar el pico de lado, que algunas veces hacía al borde de la jaula. Me agaché para cogerlo. Él dejó que lo agarrara, se instaló en un dedo mío, y pesaba.

¡Qué día triunfal! Mi padre ya se había marchado, esta vez, en el torbellino de los maletones y de los engomados;el criado de casaca blanca, muy tímido, desdela puerta, dirigía la salida del equipaje. Se hicieron las despedidas de costumbre, en que mi padre terminaba por sacar del bolsillo un sobre blanco que colocaba encima del “toilette” y que era el dinero para tres meses de ausencia. Se hizo el recuento del dinero, por parte de mi madre, y el regateo mutuo sobre si alcanzaban o no aquellos billetes. Después, los besos y los abrazos, la ida a la ventana de la sala para darse el adiós final. Y yo retomaba, al final de la tarde, las idas a la casa de Doña Antonieta, para la lección de piano, que toda la familia, mi padre en primer lugar, consideraba una indignidad mujeril, y que era la única manifestación de obstinada independencia por parte de mi madre. Para mí, Doña Antonieta era una persona de la que me espantaba que, al fin y al cabo, no hubiera sido decapitada, regiamente, en la Revolución francesa; y el piano era un triple y delicioso pretexto para hacer lo contrario de lo que quería la gran mayoría de mis tutores honorarios, para penetrar en la sala oscura y prohibida donde nuestro piano se estaba aguitarrando en la soledad húmeda, y para quedarme componiendo soñadoramente, inclinado sobre las teclas amarillentas, las sinfonías que me harían libre, célebre, distante de todo y de todos.

Con el Loro en el dedo, avancé por el corredor en dirección a la sala, seguido por el cortejo receloso que no osaba detenerme, porque el animal les abría a ellas un pico desmedido. Abrí la puerta, entré, abrí de par en par los postigos (y, para luchar con las cerraduras, tuve que poner en el suelo al Loro, que de inmediato voló hacia la puerta a contener el avance de las tropas perseguidoras), fui a cerrar la puerta, me senté en el banco del piano, que abrí después de levantar la colcha india que lo cubría y cuyos flecos siempre se enredaban en la tapa. Concentrándome, lancé acordes tumultuosos y disonantes, con trémolos rotundos en las octavas bajas y glissandos en las agudas. El Loro, con precipitado alboroto, subió en el respaldo de la silla más cercana y sacudió las plumas; y acompañaba, bailando y gritando una melopea desafinada, mi música sin coherencia. Y, de vez en cuando, para mayor alegría mía, lanzaba cagarrutadamente sobre el tapizado de la silla, que así se degradaba, sus excrementos grisáceos.

Ya no se le pudo contener. Yo mismo lo encerraba y lo soltaba de la jaula, y él esperaba con paciencia las horas en que iría a buscarlo para traerlo a la sala. Mi madre y las criadas no se atrevían a intervenir, y yo ya había escuchado conspiraciones para asesinar al Loro, para exiliarlo en casas lejanas. Pero, cuando yo lo soltaba, y él andaba para todos lados detrás de mí, todo corría por nuestra cuenta: mi madre se encerraba en el cuarto, las criadas se encerraban en la cocina. Una de nuestras diversiones era un pequeño trapecio que yo había creado para él, suspendido del montante, sin vidrio, de la puerta del “cuarto oscuro”. El Loro, enseñado por mí, saltaba desde el trapecio que se balanceaba hasta la escoba que yo atravesaba en frente; y cada vez que el aterrizaje se realizaba con precisa elegancia, su alegría no tenía límites. Algunas veces, ambos íbamos al balcón del comedor a visitar al Loro Gris. Este, desde su jaula, nos miraba con chocado pasmo, y ensayaba un baile torpe de criatura a la que encienden, de repente, una luz fuerte. El Loro Verde, posado en mi hombro, lo molestaba con griticos y mordidas cariñosas en mi oreja; y el otro, escandalizado y humillado, se vengaba picoteando con ostentación, pero sin apetito, los refinamientos de la gastronomía lorística de que, por mano de mi madre y de las criadas, su jaula siempre estaba llena. Una tarde, no necesité más que un leve movimiento de hombro. El Verde saltó encima del Gris y, en tres tiempos, le dio una tunda que lo dejó en un rincón de la jaula, la cual después saqueó concienzudamente, volteando, para vaciarlos, el bebedero y el comedero, y barriendo hacia el suelo del balcón, a fuerza de alas, patas y pico, todo lo que se había derramado o estaba puesto en el fondo de la jaula. El otro, mirando de lado, no se atrevía a hacer un gesto; y el Loro Verde volvió a mí hombro, sin querer tocar, para comer, un grano del maíz fino con que el otro se deleitaba.

Cuando yo iba a la escuela, acompañando sumisamente, hasta la última esquina desde donde se veía a mi madre de centinela en la ventana, a la criada que era mandada a escoltarme para impedir que yo me perdiera en las calles o entre los chicos de mi barrio, y de la que huía corriendo apenas volteábamos la esquina, para escapar del peligro incalculable de que mis compañeros notaran que la criada me traía (y esta convención de huir de las respectivas criadas para negarles la tutela era tácita entre muchos de los niños; y las criadas, a la hora de salida, se quedaban conversando en las esquinas lejanas, a cubierto de las pedradas con que serían recibidas si se aproximaban más acá de los límites convencionales de su no existencia), el Loro venía hasta la puerta del rellano a despedirse de mí; y hacía lo mismo por la tarde, cuando, después de la merienda, yo salía para la lección de aquel cuello en que no veía señales de guillotina. Estas despedidas eran una perfidia mía, en las ocasiones que no iba, como me pedían que fuera, a dejarlo preso. Me divertía saber que se encerraban a esperar que él, que caminaba solemne por el corredor y arrastraba chirriando la cadena en el encerado, volviera honestamente a la jaula, donde permanecía, sin estar preso, esperando mi regreso.

Después, mi padre regresaba nuevamente. Las lunas de miel ahora eran cortas, rápidas, tumultuosas, con mi madre protestando allá dentro, con gritos que llamaban puerco e infame a mi padre. En ocasiones, la frágil paz ya se rompía en la cena familiar, ese mismo día, con mi padre que se levantaba de la mesa y tiraba la silla, o con mi madre llorando enfrente de la bandeja encallada en la mesa, entre un plato lleno y otro vacío. Palabras viperinas circulaban, mis tíos también se levantaban, con la autoridad moral con que compensaban la sujeción de los muchos auxilios y comidas que mi padre les daba. Además, eran parientes por parte de él, aunque personas cuya interferencia en los negocios domésticos iba aumentando con la violencia de las disputas. Muchas veces, en aquellos escasos quince días, una de las criadas, por la noche, se levantaba para ir a llamar a mi tío, que no vivía lejos y venía somnoliento, con unos pantalones puestos por encima de la pijama y un sobretodo con el cuello levantado, a conversar pacientemente, ya fuera con mi madre que, en “robe de chambre”, suspiraba sentada en el comedor, o con mi padre que, paseando pesadamente por el corredor hasta que los vecinos de abajo venían a protestar por el ruido, proclamaba que no nos necesitaba para nada, que él tenía a bordo todas las comodidades, que nos llevara el diablo.

Yo, desde la cama, escuchaba todo eso, cuando no era expresamente convocado a participar por mi madre, que venía a despertarme “para que huyéramos los dos”; o por mi padre que me sacudía para decirme “que mi madre estaba loca, que lo odiaba, que me enseñaba a tenerle odio”. Con sueño, cansado de escenas que no tenían ninguna novedad, cuyas acotaciones y pies yo sabía de memoria, los odiaba a ambos, detrás del miedo inmenso que ambos me producían, al jalarme cada uno por un brazo, exigiendo que desmintiera al otro. Una vez, mi madre me vistió apresuradamente y se vistió deprisa también; mientras mi padre estaba en el corredor, con un cuchillo de la cocina empuñado, y las criadas desde las sombras de la puerta del “cuarto oscuro” espiaban. Se me informó que saldríamos para arrojarnos al río y ahogarnos. En la puerta, en medio de las carcajadas de mi padre, me rehusé terminantemente a salir, declarando que hacía mucho frío. Y mi padre, blandiendo el cuchillo –que era para suicidarse, o para matar a mi madre, o para liquidarme, conforme a las circunstancias de aquella “commedia dell’arte”– avanzó hacia mi madre. Yo le di un puntapié en el bajo vientre que le hizo, con un bramido, soltar el cuchillo, que agarré. Y las criadas y mi madre tuvieron que interponerse entre él y yo, hasta que una de las criadas abrió la puerta de la calle y se escabulló conmigo de la mano, desarmándome y llevándome hacia la avenida, donde el día clareaba y los grandes carros de bueyes, cubiertos con hortalizas muy arregladitas, bajaban rechinando camino del mercado. La criada hablaba dulcemente conmigo, me decía que lo que yo había hecho no se hacía, que era una gran maldad, una gran falta de respeto. Yo, bajando la boca, le mordí la mano. Y nos quedamos paseando para arriba y para abajo, ella sorprendida y adolorida detrás de mí, porque me quería mucho, y yo, al frente, dando puntapiés a los residuos que había en el camino, volteando cajas de basura, que estaban en las puertas, y orinando en los árboles como hacían los perros.

De ahí en adelante, en los asuntos nocturnos, cuando mi tío venía, en su sobretodo oscuro, a negociar que mi madre no se obstinara en dormir en mi cama, de la cual yorecogía las cobijas, o que mi padre no blandiera cuchillos, los tres siempre acababan discutiendo acaloradamente conmigo, dos contra uno, según los argumentos, como si yo, “que había levantado la mano contra mi padre”, fuera un criminal, el culpable de todo aquello. A veces, yo saltaba de la cama, iba a recostarme en el marco de la puerta del comedor y por el resquicio los veía sentados alrededor de la mesa, cada uno argumentando motivos que yo ni en sueños había tenido, males que no me acordaba de haber hecho, o acordando planes educativos para contener mis instintos. Quedaba atemorizado y tembloroso al oír hablar de internados, de prohibiciones de juegos, de suspensión de las lecciones de piano y cosas peores.

Al día siguiente, por la mañana, tambaleando de sueño y zozobra, iba para la escuela, donde ya no era feliz. Alejados con aspereza de mi casa, que no frecuentaban, como yo no frecuentaba la de ellos, mis compañeros detestaban mi incapacidad de comunicarme, mi aislamiento estudioso y desocupado que no buscaba aliados ni confidentes. Yo era menos rico que la mayoría de ellos, y me vestía con un esmero descuidado, que no mantenía la distancia que la pulcritud suscita, ni la camaradería a que el descuido invita. Y, con mucha más frecuencia que a otros más petimetres, me atacaban para ensuciarme, a lo que yo respondía con una rabia que no estaba dentro de las reglas del juego, porque intentaba ansiosamente agredir con ímpetus asesinos.

Por la tarde, volvía a la casa, me encerraba en la sala, con el piano y el Loro Verde, hasta el momento en que mi padre, cuando estaba, golpeaba en la puerta. Interpretaba las composiciones de mi preferencia o me quedaba componiendo repetidamente melodías que se parecían a todo lo que había oído de triste; y el Loro ya no se posaba en el respaldo de la silla, sino en el borde extremo del teclado, desde donde seguía los movimientos de mis manos, y a veces bajaba a las teclas, y ensayaba unos pasos que yo hacía sonoros al pulsar las teclas pisadas. Esto lo divertía, y él simulaba un gran espanto, miraba para uno y otro lado, soltaba unos “oh, oh” y se quedaba con un pie en el aire, un pie vacilante que fingía temer el sonido de la tecla siguiente. Entonces, yo lo retiraba hacia el borde del teclado, y tocaba estudios y escalas. El Loro dormitaba sin prestar atención. De repente, yo hacía sonar dos o tres acordes de algunas de sus melodías predilectas. De inmediato, se erizaba expectante, con los ojos muy abiertos, y cantaba y bailaba hasta el final, abriendo las alas. Cuando yo concluía en un torrente de acordes extras, sus gritos eran de aplauso que exigía bis. Yo repetía una o dos veces, hasta que una angustia de expresarmeme entumecía los dedos, posaba la cabeza en las teclas y esperaba a que él viniera, con pasos quedos, a buscarme piojitos en la cabeza.

No había llegado todavía a la adolescencia cuando el Loro Verde se enfermó; al principio muy levemente, de una pequeña boquera en la punta del pico, que claramente lo incomodaba. Solo mi presencia, mi voz, mis caricias, lo arrancaban de la somnolencia gimiente en la que se confinaba en un rincón de la percha. Poco a poco, la boquera se extendió en surcos hacia los lados del pico, avanzó en dirección al penacho azul y al fino párpado que se mantenía semicerrado. Apenas podía abrir el pico para comer, apenas podía afirmarlo para bajar o subir. Tenía mareos, vértigos que lo aterrorizaban y sorprendían, y que acabaron por hacerle temer la percha de donde casi se caía. Fue necesario dejar la jaula siempre en el piso. Él, que en ocasiones saltaba audazmente hacia el enrejado del balcón y miraba desde lo alto hacia el patio de abajo, no se atrevía ahora, sino de vez en cuando, a aproximarse, en un relance nostálgico, a la orilla del balcón. Y arrastrando los pies volvía para el rincón de la jaula. Mi madre, a pedido mío, y yo lo cuidábamos, lavándole con un algodón empapado en ácido bórico aquella llaga que no era exactamente una llaga, y parecía más bien una extensión de lava rugosa y reseca. El Loro Verde no dejaba que mi madre le hiciera la curación si yo no estaba al lado. Con paciencia, hablándole cariñosamente, partiendo todo en pedacitos, yo le insistía en que comiera. Casi que solo por complacerme, él accedía, con un esfuerzo infinito, a comer alguna cosa. Le daba de beber, y el agua le escurría por los lados del pico. Fue entonces cuando, en mi regazo, le dio tercamente por recordar, para escándalo de mi madre que dejó de tratarlo, el repertorio antiguo. Murmurando, sin parar, decía cosas que nunca le había oído, frases, órdenes de navegación y maniobra, palabrotas, palabras en lenguas que yo no reconocía. Como en sueños, recostado en mis brazos, erizándose a veces, repetía sin descanso todo lo que había memorizado en su larga vida, y lo que no había memorizado, y lo que había oído en cubiertas de navíos, en puertos de todo el mundo, entre marineros de todo tipo. Su verdor, ahora tan desvanecido y pelado, tan áspero, se desplegaba en ondulaciones de olas, en silbidos de maniobra, en pregones marinos, en dialectos que tenían en su sonido crepitante la furia y el tumulto de los trópicos multicolores y la amplitud azul de los mares espumosos. Era un ardor mecánico que yo escuchaba inclinado sobre él, y que se ilustraba, en mi imaginación, con viejos gravados de indios con plumas en la cabeza y grandes barcos anclados en bahías de aguas lisas y limpias en las que se espejeaban. Pero era también la confianza con la que, en sacudidas abruptas, uno de sus piecitos se apretaba contra mi dedo, como quien se agarra a la vida y transmite a un amigo el último mensaje. Esto duró semanas, en las que a veces tuve que faltar a las clases, no oír a nadie, no prestar atención a nadie, ocupado en escuchar y recibir aquella vida que se extinguía. Yo salía corriendo de la escuela, que ni me daba cuenta que frecuentaba, temiendo no encontrarlo vivo todavía. Pero allá estaba, ahora medio acostado en el rincón de la jaula, para apretar en la pata mi dedo. Su sufrimiento debía ser horrible, tan grande que, a pesar de la docilidad con que dejaba que yo le hiciera la curación inútil, suspendí aquellos lavados que lo torturaban más. No era, sin embargo, solo la herida, si era herida, lo que le dolía. Le era igualmente dolorosa la pérdida de su garbo, de su altivez, de la elegancia majestuosa de sus plumas brillantes. Cuántas veces, arrastrándose, no intentaba levantarse en sus piernas y músculos débiles, para, con la cabeza en alto, con el ojo ahogado ya en el mal que lo carcomía, agitar todavía las plumas, mirarme con amistosa soberbia, ensayar un comienzo de canción. Luego recaía en la somnolencia habladora en que leves estremecimientos lo recorrían hasta terminar en un apretar de la pata contra mi dedo. Yo lo llevaba al pie del piano, lo acomodaba entre cojines en la silla, le tocaba sus melodías. Él se agitaba con una alegría distante, la de quien ya no escucha bien y se desprende del mundo, y recostaba en el cojín la cabecita, con el estertor ronco que era su conversación solitaria, donde apenas se distinguían las palabras.

Un día, cuando, de la calle y las escaleras, llegué jadeando al balcón, el Loro Verde estaba inerte en un rincón de la jaula, con el pico en el piso. Lo recogí, le rocíe agua, lo sacudí, lo ausculté largamente con la mano. Todavía no había muerto. Lo llevé a la sala, lo acosté en los cojines, arrastré la silla junto al piano, y, mientras con los dedos de la mano izquierda le apretaba la pata, toqué, solo con la derecha, la melodía que más le gustaba. Las lágrimas me empañaban las teclas, no me dejaban ver con claridad. Sentí que sus dedos apretaban los míos. Me arrodillé junto a la silla, inclinado sobre él, y sus uñas se clavaron en mi dedo. Movió la cabeza, me abrió un ojo espantado, masculló sibilantes algunas sílabas sueltas. Después se quedó inmóvil, solo su pecho se elevaba en una respiración irregular y profunda. Entonces, abrió débilmente las alas e intentó voltearse. Lo ayudé, y extendió el pico hacia mí. Lo amparé recostándolo en el brazo de la silla, en que sus patas no tenían fuerza para agarrarse. Quiso enderezarse; no pudo, ni siquiera apoyándose en mis manos. Lo volví a acostar en los cojines, me apretó con fuerza el dedo en su pata y dijo con una voz clara y nítida, la de sus buenos tiempos en que llamaba a los vendedores que pasaban por la calle: –¡Hijos de puta! Yo lo acaricié suavemente, llorando, y sentí que la pata se aflojaba en mi dedo. Fue la primera persona que vi morir.

Conseguí que los vecinos de abajo me dejaran enterrarlo en el extremo del patio. Lo envolví en un paño, busqué desesperadamente una caja que le sirviera, atravesé con cautela la casa de mis ceremoniosos vecinos, bajé al patio con la caja debajo del brazo, cavé una fosa muy honda, deposité la caja, la tapé, repisé la tierra y junté encima un montoncito de piedras, entre las que incrusté flores, disimuladamente robadas del jardín. Y, desde el balcón, en los días siguientes, contemplaba esa sepultura pequeñita, adyacente a la inmensa pared del predio contiguo y que la ceremonia requerida con los vecinos no me permitía cuidar. Llegaron las lluvias, vino el jardinero, la sepultura desapareció. Pero yo sabía, por las manchas de la soberbia pared, donde estaba, y adivinaba, bajo el jardín florido, a mi Loro Verde.

Mi soledad se volvió total. Mi padre iba y venía sin que ni siquiera la llegada del equipaje me incitara a reconocer su presencia mítica. Y en la hosquedad que yo cultivaba contra todo y todos, así como en la soberbia con la que me mostraba ostensiblemente contrariado con un régimen doméstico que, de viaje en viaje, se volvía más amargo, había una especie de herencia espiritual de picotazos abruptos. Llegué incluso a torturar al Loro Gris.

Una tarde, en la mesa, estalló la discusión entre mi padre y mi madre, precisamente en una cena de llegada a la que, como de costumbre, mis tíos asistían. Yo declaré categóricamente que los detestaba a todos y, tirando la silla por imitación de violencia, me levanté hacia el balcón, perseguido por una bofetada de mi tío. Luché contra él, que me agarraba, y contra mi padre, que lo agarraba a él, y contra mi madre, que agarraba a mi padre, y contra mi tía, que los agarraba a todos. Y al ver, en un relance nublado, aquel racimo humano que se disputaba la primacía de castigarme, mi voz se entrecortó en gritos de llanto desatado: –Nadie es mi amigo, nadie es mi amigo… Solo el Loro Verde es mi amigo.

La lucha se suspendió en una carcajada estúpida, que escurría babas en sus servilletas. Yo me quedé de espaldas, buscando con los ojos, allá abajo, en el patio, el rincón en que yacía el Loro. Y oí inconfundiblemente su voz aguda y clara, dominadora y viril, sarcástica y displicente, rabiosa y llena de carácter, que declaraba, en un gran vuelo de alas verdes, el juicio final que había murmurado al morir. No era. En realidad, no era ni siquiera eso, cuyo sentido yo no sabía en aquel momento con claridad. La vida, desde entonces, no me aclaró mucho; pero creo firmemente que si hay ángeles de la guarda, el mío tiene alas verdes y sabe, para consolarme en las horas más amargas, las palabrotas más groseras de los siete mares.

 

[*] Mario Rodriguez é Professor da Universidade Federal da Integração Latino-Americana (UNILA), em Foz do Iguaçu, PR.
[**] In: Jorge de Sena. Los trabajos y los días. Una antología. Bogotá: Ediciones Uniandes, 2014. 

 

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