El gran secreto*

Vária vezes focalizado em perspectiva crítica, o conto “O Grande Segredo”, de Antigas e novas andanças do demônio, continua a intrigar e desafiar seus leitores. Aqui o trazemos novamente, agora traduzido para o castelhano por Mario Rodriguez**, como estímulo a novas leituras e reflexões. Ao tradutor, nossos agradecimentos pela gentil autorização.  

 

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Allí me mostrarías aquello que mi alma pretendía…

“Cántico Espiritual” Juan de la Cruz

 

Cerró la puerta de la celda tras de sí y permaneció parada, recostada en la puerta, sintiendo la madera dura en la nuca, a través del velo. La luz de la lamparilla, en el oratorio, temblaba lenta, a veces crepitante, e irradiaba una claridad en la que ella reconocía, más que veía, la mesa junto a la ventana, en que estaban los libros, y el reclinatorio, y el catre de tablas, y las losas carcomidas. Sabía perfectamente lo que le esperaba. Había sentido con nitidez, al levantarse de la cena, y después, en la iglesia, durante las oraciones, que una vez más iba a sufrir la visita… Como el cuerpo se rehusaba a despegarse de la puerta, para quedar desamparado en la celda, así también, mentalmente, las palabras se rehusaban a nombrar el horror que le esperaba. Temblaba: la piel, como la memoria, se retraía en un palpitar ansioso del que las manos se levantaban en un gesto de repudio. Era superior a sus fuerzas todo aquello; no soportaba más. Quería gritar pidiendo socorro, revolcarse en el suelo, huir por los corredores y por el campo. Todo sería preferible. Mil veces ser asaltada por mendigos y leprosos, mil veces ser violada brutalmente por soldados y bandidos, mil veces ser vendida como esclava. Mil veces la repetición de todo eso que, en su anterior vida, había conocido. Mil veces vivir la desgracia que esa vida había sido, antes de que, como un refugio al fin conseguido a costa de tanta miseria, se abrieran ante ella, y se cerraran sobre ella, las puertas del monasterio. Cuando, al fin, había entrado en él, también como ahora, se había recostado en la puerta, no despidiéndose del mundo, sino sintiendo que todo había quedado allá afuera y que ella renacería, tendría finalmente la resurrección de su vida, a la que el peso de una piedra inmensa, que era su destino, no le permitía surgir ni caminar. Pero, allí dentro y dentro de la resurrección, le esperaba el horror innombrable de ser elegida, de ser visitada, de ser amada más de lo que es posible. Movió de un lado para el otro la cabeza. No. No. Por piedad, no. Los dolores espantosos que había sufrido al ser poseída con violencia por un monstruo de dimensiones increíbles no eran nada comparables con lo que, en estos momentos, sucedía en su espíritu. Y, sin embargo, la semejanza era mucha, era tanta, era demasiada. Cuando el resplandor comenzó a surgir entre la ventana y el oratorio, cerró los ojos, se deslizó por la puerta, agarró el rosario y pasó las cuentas, que le huyeron. No era una tentación lo que repelía de ese modo; sino era, como bien sabía, un esfuerzo para que el cielo se contentara con las relaciones espirituales de una oración. No obstante, todo en su cuerpo afligido le afirmaba que sería inútil. El resplandor aumentó, como siempre, y, como siempre, aun con los ojos cerrados, ella veía el perfume de la inmensidad luminosa que suprimía las paredes de la celda y la envolvía en una ternura tibia que le dolía en la médula de los huesos. También la música, muy suave, le dolía así; y, sin embargo, esa música que, sin oír, sentía, no se mezclaba con la claridad, era más bien un acompañamiento, un fondo sobre el que la luz se hacía más abierta e inmensa. No tardarían las voces que le apretarían todos los rincones del cuerpo, como tenazas ardientes, o como labios, ventosas, lenguas. En un esfuerzo doloroso, abrió los ojos. La claridad colmaba toda la celda, y el catre, el oratorio, los libros, el reclinatorio, la mesa, las losas, las puertas de la ventana, la propia lamparilla, todo fluctuaba en una ondulación cadenciosa, en un torbellino sin peso, y navegaba como con velas infladas, y estelas resplandecientes susurraban desde todas las cosas como a lo largo del casco de un navío. Ahora eran el hábito y el velo, el cilicio que traía en la cintura, y el rosario que despacito levantaban vuelo y entraban en la suave zarabanda. La brutalidad sofocante y dilacerante la penetraba ahora, mientras que el desfallecimiento le trituraba las vísceras y los huesos. Todo en ella se abría y despedazaba, eran millares de agujas que la picaban, cuchillos que la rasgaban, columnas que la colmaban, cataratas que la ahogaban, llamas que ardían sobre aguas luminosas, cantantes, y se posaban como fuegos fatuos por su cuerpo. Crispándose en una última negativa, pero, al mismo tiempo, cediendo para que aquello acabara, se inundó de un ardor cristalino, que se desvanecía en sus entrañas, allá donde la Presencia, colmándola, martillaba los límites disueltos de la carne. La luz alcanzó un brillo insoportable, la música retumbaba todo, se sintió viscosamente bañada de clamores y llamadas que la mordían… Y, en las tinieblas y en el silencio súbitos, sintió, en la espalda, en la nuca y en las piernas, la dureza violenta y fría de las losas en que, del aire, había caído. Abrió los ojos en la oscuridad. El cuerpo adolorido y descompuesto, el frío y la lamparilla que ardía temblorosa, le recordaron que había entrado en la celda; pero, con vehemencia, horror, rebelde humildad, no recordó nada más. Permaneció tendida, saboreando una incomodidad que era exhausto reposo. Y comenzó a oír el murmullo de los rezos, la voz de la madre abadesa, susurros que se destacaban y reconocía. Leves golpes sonaron en la puerta, el cerrojo saltó, y la madre y otras dos entraron recortadas en el resplandor difuso que venía del corredor, donde los rezos continuaban. Les vio los hábitos junto al rostro y los dobleces subían desapareciendo en lo oscuro. Habían venido, como siempre, a escuchar, celosas de los favores que en ella se acumulaban, apiadadas del sufrimiento que le caía en suerte, atraídas y atemorizadas, rezando para ayudarla y también para participar de aquel resplandor sonoro que se desbordaba por las hendiduras de la puerta. Cuando así se inclinaban hacia ella y la levantaban, y cariñosamente la acostaban en el catre, y permanecían de rodillas, llenando la celda y el corredor, rezando con ella, no imaginarían la vergüenza inmensa que la torturaba, por momentos diferente, por momentos igual a la que había sentido cuando el emir, en medio de la tienda, había mandado que la desvistieran y que los soldados, uno tras otro, la poseyeran en público. Ella se había rehusado a hacer parte, como primera esposa, del harén, y él, que la estimaba y prefería, y la había comprado a los piratas y la había traído con extrema delicadeza, había mandado que los eunucos la extendieran en el diván y la sujetaran. Acostada en el catre, con los ojos cerrados, borró de su memoria todos los recuerdos. Sentía que descendía lentamente en un pozo sombrío y húmedo, sin fondo. La presencia de ellas y sus voces nada podían contra la soledad y el silencio. Era este el momento que, al final, más temía. Era en estos momentos que, bien lo sabía, ella consentía la próxima visita, cedía anticipadamente al llamado y a la luz, cuando vinieran. Al día siguiente, en la madrugada, después de un sueño pétreo, todo habría pasado. Las otras hermanas se cruzarían con ella, saludándola con deferencia, intercambiando o intentando intercambiar una mirada conmovida, una sonrisa amable. La abadesa la llamaría para conversar de cosas corrientes, de noticias de los ejércitos y de los parientes, de los combates en Jerusalén y del Santo Sepulcro. Y súbitamente, en la celda, en el claustro, en el jardín, en la bodega, cuando estuviera sola, mañana mismo, dentro de un mes, de día o de noche, todo se repetiría y recomenzaría. Es verdad que, por más que hiciera, había ocasiones en que se alejaban de ella las demás, la dejaban sola, como para propiciarle la repetición de acontecimientos que eran la honra del convento. Y grandes señores o pobres mendigos venían para intentar verla, a través de las rejas del coro, o pedían que ella los tocara. La abadesa la arrastraría, con los ojos cerrados, tomaría su mano, que deslizaría por las rejas, y ella sentiría que lloraban sobre esta y que se la babeaban de besos. La propia abadesa, al traerla en silencio de vuelta al claustro, le limpiaría la mano. Recogió sobre su seno la mano que colgaba hacia afuera del catre y que ahora le besaban. Suspiró. Dentro de los ojos cerrados, vio el crucifijo que había en la iglesia de su tierra natal, allá lejos, hace tanto tiempo, en los confines de Europa. Fue una sorpresa singular que la recorrió trémula de la cabeza a los pies. Nunca más lo había vuelto a ver, ni lo había recordado sin verlo de nuevo, ni siquiera en su espíritu había pasado el recuerdo, no reconocido, de acordarse de él. La imagen le sonreía, y entonces ella, niña que miraba alrededor para verificar que estaba sola, había alzado la mano hacia el cendal que lo ceñía y había intentado levantarlo para espiar. Porque él no podía dejar de ser como los otros hombres. Pero el cendal, que parecía de una seda muy fina y leve, estaba esculpido en la madera, y ella había bajado con tristeza la mano, sintiendo que la curiosidad le había sido castigada. Abrió los ojos y vio que estaba sola. Una paz, una tranquilidad, una saciedad que no estaba en ella, sino en el aire que la rodeaba, le desanudaba las últimas crispaciones del cuerpo magullado. Todavía, aunque muy distantes, sentía dolores dispersos o localizados donde la violencia había sido mayor. Pero el bienestar era enorme y le contrajo los labios en una sonrisa. El gran secreto, ahora sabía el gran secreto. Y se quedó dormida. El resplandor comenzó de nuevo a llenar la celda, pero no aumentó más, ni resonaba. Antes bien, permaneció en torno de ella como un dosel, como una atenta y vigilante ternura que, inclinada sobre ella, la contemplara, tan adolorida y estrujada, respirar tranquila.

 Araraquara, 2 de septiembre de 1961.

 

[*] In: De la otra orilla del Atlántico – Portugal en la FILBO 2013 – Antología, p. 94-99

[**] Mario René Rodríguez Torres possui graduação em “Estudios Literarios” pela Universidad Nacional de Colombia (2004) e mestrado em Letras (Teoria Literária e Literatura Comparada) pela Universidade de São Paulo (2009). Atualmente é aluno de doutorado no programa de Ciência da Literatura na Universidade Federal do Rio de Janeiro. Em 2011 ganhou o prêmio de “Traducción al español de obras de lingüística, estudios literarios y estudios de patrimonio” do Ministerio de Cultura de Colombia – Instituto Caro y Cuervo, graças ao qual publicou a tradução do livro Las formas de lo falso de Walnice Nogueira Galvão. Também colaborou como tradutor na antologia de literatura portuguesa De la Otra Orilla del Atlantico. Recentemente trabalhou na tradução de uma antologia de poesia e prosa de Jorge de Sena, que se encontra no prelo.